Os animo a subir la noticia que os pareció mejor del año que se ha ido.
ANNA Y LA DIGNIDAD
Ellos no lo saben, y es posible que jamás lo descubran, pero Anna los ha puesto en su lugar,
a todos. Y lo ha hecho ella sola, sin pedir ayuda a nadie, bastándose y
sobrándose para decidir frente a todos los que creen tener el poder y
la sartén por el mango; para ignorarlo y arrojarles así a la cara lo que
son y lo que no podrán ser, lo que les falta y nunca van a alcanzar.
Se
suponía que ella debía plegarse a las condiciones que ellos habían
decidido imponerle. Que debía aceptar restricciones que no pesaban sobre
sus compañeros varones; limitaciones que ella no deseaba acatar y que
sentía como una humillación tener que admitir. No podía, por ejemplo,
vestir como ella tuviera por conveniente, dentro de la discreción que
cualquiera entiende que ciertas ocasiones llevan implícita, sino que
debía someterse a una costumbre ajena que la situaba en un plano claramente subalterno e inferior.
Y lo que se esperaba era que se guardara sus imaginables y
comprensibles objeciones y pasara por el aro. Para ello contaban con lo
que se hallaba en juego, aquello que Anna podía ganar si se dejaba
manejar y perdería si rehusaba comportarse con la mansedumbre que se le
reclamaba. Ni más ni menos que el campeonato del mundo de ajedrez, del
que es la actual titular, con todo a su favor para poder revalidarlo.
Todo, salvo ese pequeño detalle de dejarse tratar como una ciudadana de segunda, como una menor de edad sin criterio propio para poder decidir qué es lo que debe ponerse o no.
Y sin embargo, Anna medita, sopesa y se niega. Antes que campeona del mundo de ajedrez es una mujer y un ser humano que quiere mirarse al espejo y sostenerse la mirada. Alguien que sabe que la sinrazón y la injusticia no son precio de nada que merezca la pena poseer. Alguien que no tiene dentro las grietas y los túneles tenebrosos de quienes se avinieron a exigirle como condición para competir que abdicara de su dignidad. Por ella, por su dignidad, Anna les cede, para que hagan con él lo que les plazca, un campeonato que queda devaluado y degradado en ese mismo acto; una corona que no es de reina, sino de sierva.
Es, posiblemente, uno de los gestos más hermosos, heroicos y necesarios de un año, el que termina, que no estuvo sobrado ni de belleza ni de heroísmo. No sólo la reivindica a ella, a todas las mujeres del mundo. También proclama, con la nitidez y la persuasión que implica el sacrificio, un mensaje que antes o después todos los hombres, sea cual sea su ideología o su credo, tendrán que entender: no hay futuro para quienes se obstinan en negar a la mitad de la humanidad el sitio que le corresponde. El campeonato y sus organizadores, maniatados por el miedo y la codicia, han perdido a la mejor ajedrecista del mundo. Los que persisten en mantener un orden social donde unos hacen lo que les place y otras sólo lo que les mandan se condenan a vivir en sociedades hoscas y demediadas, que nunca podrán competir con las sociedades plenas, en ningún orden de la vida.
Anna no ha perdido un título: ha conquistado un lugar en la Historia y se ha convertido en un ejemplo que acaso algún día, no lejano, termine de arruinar los manejos de los hombres sin coraje que transigen con lo que nadie debería tolerar.
Todo, salvo ese pequeño detalle de dejarse tratar como una ciudadana de segunda, como una menor de edad sin criterio propio para poder decidir qué es lo que debe ponerse o no.
Aquí
es donde procede anotar que para alguien como Anna, capaz de
acreditarse como la mejor del mundo en una disciplina, esa disciplina lo
es prácticamente todo. Desde que se levanta hasta que se acuesta, Anna,
como cualquier virtuoso en algo, no tiene más remedio que pensar en el
ajedrez. Por él pasa lo que es y lo que la satisface, lo que ha
conquistado en la vida y su lugar en el mundo y dentro de su propio
pellejo. No estamos hablando de algo a lo que se renuncia como quien
abandona algo que se encontró sin más en la calle. Estamos hablando de
algo a lo que sólo puede renunciarse dejándose en ello un pedazo de sí.
La
doble campeona del mundo de ajedrez, la ucraniana Anna Muzychuk, no
participará en el mundial de Arabia Saudí por defender sus principios.Y sin embargo, Anna medita, sopesa y se niega. Antes que campeona del mundo de ajedrez es una mujer y un ser humano que quiere mirarse al espejo y sostenerse la mirada. Alguien que sabe que la sinrazón y la injusticia no son precio de nada que merezca la pena poseer. Alguien que no tiene dentro las grietas y los túneles tenebrosos de quienes se avinieron a exigirle como condición para competir que abdicara de su dignidad. Por ella, por su dignidad, Anna les cede, para que hagan con él lo que les plazca, un campeonato que queda devaluado y degradado en ese mismo acto; una corona que no es de reina, sino de sierva.
Es, posiblemente, uno de los gestos más hermosos, heroicos y necesarios de un año, el que termina, que no estuvo sobrado ni de belleza ni de heroísmo. No sólo la reivindica a ella, a todas las mujeres del mundo. También proclama, con la nitidez y la persuasión que implica el sacrificio, un mensaje que antes o después todos los hombres, sea cual sea su ideología o su credo, tendrán que entender: no hay futuro para quienes se obstinan en negar a la mitad de la humanidad el sitio que le corresponde. El campeonato y sus organizadores, maniatados por el miedo y la codicia, han perdido a la mejor ajedrecista del mundo. Los que persisten en mantener un orden social donde unos hacen lo que les place y otras sólo lo que les mandan se condenan a vivir en sociedades hoscas y demediadas, que nunca podrán competir con las sociedades plenas, en ningún orden de la vida.
Anna no ha perdido un título: ha conquistado un lugar en la Historia y se ha convertido en un ejemplo que acaso algún día, no lejano, termine de arruinar los manejos de los hombres sin coraje que transigen con lo que nadie debería tolerar.
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